lunes, 19 de abril de 2010

Para conmemorar el Día Internacional del Libro el Departamento de Expresión y Desarrollo Humano les espera el lunes 26 de abril de 11 am a 12 M, en la Plaza del Estudiante

El 23 de abril de 1616 fallecían Cervantes, Shakespeare y el Inca Garcilaso de la Vega. También en un 23 de abril nacieron – o murieron – otros escritores eminentes como Maurice Druon, K. Laxness, Vladimir Nabokov, Josep Pla o Manuel Mejía Vallejo. Por este motivo, esta fecha tan simbólica para la literatura universal fue la escogida por la Conferencia General de la UNESCO para rendir un homenaje mundial al libro y sus autores, y alentar a todos, en particular a los más jóvenes, a descubrir el placer de la lectura y respetar la irreemplazable contribución de los creadores al progreso social y cultural. La idea de esta celebración partió de Cataluña (España), donde este día es tradicional regalar una rosa al comprador de un libro.

El éxito de esta iniciativa depende fundamentalmente del apoyo que reciba de los medios interesados (autores, editores, libreros, educadores y bibliotecarios, entidades públicas y privadas, organizaciones no gubernamentales y medios de comunicación), movilizados en cada país por conducto de las Comisiones Nacionales para la UNESCO, las asociaciones, los centros y clubes UNESCO, las redes de escuelas y bibliotecas asociadas y cuantos se sientan motivados para participar en esta fiesta mundial.

Afiche ganador para promover el Día Internacional del Libro y Derechos de Autor 2010

Tengo miedo de mirar mi dolor. No vaya a ser que me quede demasiado grande. Prefiero calzar mi debe como una valentía de espuelas e hincando mi pereza, que quisiera morir cobardemente, andar con frente firme ante la pampa yerma del dolor de los otros. Sólo así quiero merecer.Ricardo Güiraldes

Para conocer un poco de Ricardo Guiraldés

Ricardo Güiraldes nació en 1886, en medio de una acaudalada familia porteña. Sus primeras palabras las dijo en Francia, adonde su familia se traslado cuando el niño había cumplido un año. Ricardo pasó en Europa su primera infancia, aprendiendo a hablar francés, alemán y por último castellano.

Don Manuel Güiraldes, su padre, era un hombre de gran cultura y educación; y también muy interesado por el arte. Esta última predilección fue heredada por Ricardo, que dibujaba escenas campestres y realizaba pinturas al óleo.

Un año después de nacer Ricardo, la familia se trasladó a Europa, donde permaneció durante algún tiempo. A su regreso y contando el niño con cuatro años de edad, se lo podía escuchar hablando tanto francés como alemán; siendo el francés el idioma que dejaría honda huella en su estilo y en sus preferencias literarias.

Su niñez y juventud se repartieron entre San Antonio de Areco y Buenos Aires. Fue en San Antonio donde se puso en contacto con la vida campestre y de los gauchos, reuniendo experiencias que habría de utilizar años más tarde en Raucho y en Don Segundo Sombra. Fue allí donde conoció a Segundo Ramírez, un gaucho de raza, en el que se inspiró para dar forma a la figura de Don Segundo Sombra.

Tuvo una serie de institutrices y luego un profesor mexicano, que reconoció sus aspiraciones literarias y le animó a continuar con ellas. Estudió en varios institutos hasta que acabó el bachillerato a los dieciséis años. Sus estudios no fueron brillantes. Comenzó las carreras de arquitectura y derecho, sucesivamente, más al fracasar, emprendió varios trabajos en los que tampoco triunfó. Viaja a Europa y Oriente en 1910 en compañía de un amigo, visitando Japón, Rusia, la India, Oriente Próximo y España, instalándose finalmente en París con el escultor Alberto Lagos. En la capital francesa decide seriamente convertirse en escritor.

Sin embargo, Güiraldes se dejó seducir por la vida fácil y divertida de la capital francesa y emprendió una frenética vida social, intentando olvidar sus proyectos literarios. Pero un día se le ocurrió sacar de un cajón unos borradores que había escrito, unos cuentos campestres, que luego incorporaría a sus Cuentos de muerte y de sangre.

Leyó los cuentos a unos amigos y le animaron a publicarlos. Ya en estos primeros borradores se dio cuenta de que había forjado un estilo muy particular.

Volvió a Buenos Aires en 1912 después de haber decidido, de una vez por todas, convertirse en escritor. Al año siguiente, 1913, se casó con Adelina del Carril, hija de una destacada familia bonaerense (la ceremonia se realiza el día 20 de octubre, en la estancia Las Polvaredas), y ese mismo año aparecieron varios de sus cuentos en la revista Caras y Caretas. Éstos y otros de 1914, irían a formar parte de Cuentos de muerte y de sangre que, junto a El cencerro de cristal, se publicarían en 1915 animado por su mujer y por Leopoldo Lugones. Sin embargo, no tuvo éxito. Dolido, Güiraldes retiró los ejemplares de la circulación y los tiró a un pozo. Su mujer recogería algunos de ellos y hoy en día estos libros, manchados de humedad, tienen un gran valor bibliográfico.

A finales de 1916 el matrimonio Güiraldes, junto a un grupo de amigos, emprende un viaje a las Antillas, visitando Cuba y finalizando el mismo en Jamaica. De sus apuntes surgiría el esbozo de su novela Xaimaca. En 1917 aparece su primer novela Raucho. En 1918 publica la novela corta Rosaura (rótulo de 1922) con el título Un idilio de estación en la revista El cuento ilustrado de Horacio Quiroga.

En el año 1919 viaja otra vez a Europa con su mujer. En París establece contactos con numerosos escritores franceses. Frecuenta tertulias literarias y librerías.

Entre todos los escritores que conoció en esa visita, quien mayor huella le deja fue Valéry Larbaud. En 1923 publica en Argentina la edición definitiva de Rosaura, muy influenciada por escritores franceses, y que es razonablemente bien recibida por público y crítica.

En 1922 vuelve a Europa y, además de establecerse en París, pasa una temporada en Puerto Pollensa, Mallorca, donde había alquilado una casa.

A partir de ese año se opera un cambio intelectual y espiritual en el escritor. Se interesó cada vez más por la teosofía y la filosofía oriental, buscando la paz del espíritu. Su poesía es fruto de esta crisis.

Al mismo tiempo sus ideas literarias empezaban a tener aceptación en Buenos Aires, ciudad que se veía asaltada por los movimientos vanguardistas. Güiraldes ofreció su apoyo a los nuevos escritores.

En 1924 funda la revista Proa junto con Brandán Caraffa, Jorge Luis Borges y Pablo Rojas Paz; la revista no tendría éxito en Argentina pero sí en otros países hispanoamericanos.

Tras el cierre de la revista, Güiraldes se dedica a terminar Don Segundo Sombra, novela a la que pondría el punto final en marzo de 1926.

En 1927 hace su último viaje a Francia, a Arcachon, y debido a su estado de salud es trasladado a París -en una ambulancia- donde muere, en la casa de su amigo Alfredo González Garaño, víctima de la enfermedad de Hodgkin (cáncer de los ganglios). El cadáver es trasladado a Buenos Aires para darle sepultura en San Antonio de Areco.

El zurdo, Ricardo Guiraldés

evero violento y fugaz, palabras de odio gritadas entre una carnicería de doscientos hombres que, al través de la noche, se sablean y atropellan, sobrehumanos; bramando coraje.

Combate rudo.

Por quinta vez, el gauchaje sorprendía el campamento realista, y en el aturdimiento de todos, lazo y bola habían hecho su obra.

Uno de los asaltantes, sin embargo, quedó en mano de los españoles. En cortejo de odio fue conducido al juicio de los superiores, y la pena de muerte cayó fatalmente.

La cabeza baja y casi escondida por lacia melena, el condenado oyó el veredicto. Sus ropas despedazadas descubrían el pecho, sesgado por honda herida.

Cuando la soldadesca tuvo segura su venganza, calmáronse los anatemas y maldiciones. Aproximábanse, por turno, para verlo, y también gozar de su estado.

Concluirían los asaltos y el terror supersticioso que supo imponer ese cabecilla peligroso cuyo apodo vibraba en boca del enemigo con entonación de ira. ¿Cuántos no ahorcó su lazo, y despedazó en la huida, mientras se golpeaba la boca en señal de burla? Adelantose el verdugo voluntario.

La tropa rodeaba con curiosidad, ansiosa de ver flaquear al que habían temido.

Por primera vez, El Zurdo alzó la cara y tuvo una mirada de pálido desprecio. Quería vejarlos antes de morir, herirlos con una palabra a falta de hierro, y sonrió sarcástico:

— ¿Por qué no yaman las mujeres?

La indignación hirvió en la tropa, los dientes rechinaron, hartos de ofensa, el sable temblaba en manos del verdugo. El Zurdo aprovechó el silencio hablando con orgullo:

— En la sidera de mi recao tengo siento trainta tarjas, y ustedes, por más que me maten, no han de matar más que a uno.

Era el colmo. La tropa, indisciplinada, cayó sobre el preso, que desapareció entre un tumulto de brazos y armas. Cuando el jefe logró despejar su gente, El Zurdo había caído. En su cuerpo sangraban no menos heridas, que tarjas reían en su sidera, pero fue un honor del cual no pudo vanagloriarse.

"¡Qué fácil es armar un diálogo imaginario! Pájaros sueltos las palabras, dibujando en el aire figuras caprichosas, trazando signos que sugieren la presencia de un bisonte o las notas en una canción. Piedras preciosas las palabras. En cambio, ¡qué difícil es hablar! Piedras de molino las palabras, desgastadas por el uso, atravesadas entre la lengua, los incisivos y el paladar". (Ednodio Quintero, La danza del jaguar)

Semblanza de Ednodio Quintero

Ednodio Quintero nació en 1947, en Las Mesitas (Trujillo), un "lugar agreste de la alta montaña" de los Andes venezolanos. A su infancia montañesa, le debe la costumbre algo triste de la soledad, el hábito voraz de la lectura salvadora y, tal vez también, la vinculación a un paisaje austero y alucinado que, casi sin pretenderlo, se ha convertido en registro y cadencia de su voz.

Actualmente reside en Mérida, ciudad a la que llegó, en 1965 para estudiar Ingeniería Forestal. Es profesor de la Escuela Nacional de Medios Audiovisuales, de la Universidad de Los Andes, y uno de los narradores y ensayistas más destacados de la literatura venezolana contemporánea.

Un silencio de diez años separa sus tres primeros volúmenes de cuentos -La Muerte Viaja a Caballo (1974), Volveré con mis Perros (1975), El Agresor Cotidiano (1978)- de la que podríamos llamar su narrativa actual. El propio Ednodio Quintero confiesa que es a partir de los cuarenta años cuando empieza realmente a sentirse escritor. Esta nueva etapa comienza con la publicación de los cuentos recogidos en La Línea de la Vida (1988) y culmina con su primera novela La danza del jaguar (1991). A estas obras siguen la novelas cortas La Bailarina de Kachgar (1991), El rey de las ratas (1994) y El cielo de Ixtab (1995) y los libros de cuentos Cabeza de cabra y otros relatos (1993), El combate (1995) y El corazón ajeno (2000). Su última novela Lección de física aparece en este mismo año. Ha escrito también dos libros de ensayos: De narrativa y narradores (1996) y Visiones de un narrador (1997) y dos guiones cinematográficos: Rosa de los vientos (1975), Cubagua (1987).

Ednodio Quintero ha sido galardonado con algunos de los más importantes premios literarios de su país: Primer Premio de Cuentos de El Nacional, de Caracas (1975); Narrativa Breve del Instituto de Cooperación Iberoamericana por Soledades (1992 ); Narrativa del CONAC (Consejo Nacional de la Cultura) por La Danza del Jaguar, en 1992; "Miguel Otero Silva" de la Editorial Planeta por su novela El Rey de las Ratas, en 1994; “Francisco Herrera Luque” de la Editorial Grijalbo-Mondadori (1999) por El corazón ajeno.

La rana que quería ser una rana auténtica, Augusto Monterroso

Había una vez una rana que quería ser una Rana auténtica, y todos los días se esforzaba en ello.

Al principio se compró un espejo en el que se miraba largamente buscando su ansiada autenticidad. Unas veces parecía encontrarla y otras no, según el humor de ese día o de la hora, hasta que se cansó de esto y guardó el espejo en un baúl.

Por fin pensó que la única forma de conocer su propio valor estaba en la opinión de la gente, y comenzó a peinarse y a vestirse y a desvestirse (cuando no le quedaba otro recurso) para saber si los demás la aprobaban y reconocían que era una Rana auténtica.

Un día observó que lo que más admiraban de ella era su cuerpo, especialmente sus piernas, de manera que se dedicó a hacer sentadillas y a saltar para tener unas ancas cada vez mejores, y sentía que todos la aplaudían.

Y así seguía haciendo esfuerzos hasta que, dispuesta a cualquier cosa para lograr que la consideraran una Rana auténtica, se dejaba arrancar las ancas, y los otros se las comían, y ella todavía alcanzaba a oír con amargura cuando decían que qué buena rana, que parecía pollo.

No se culpe a nadie, Julio Cortázar

El frío complica siempre las cosas, en verano se está tan cerca del mundo, tan piel contra piel, pero ahora a las seis y media su mujer lo espera en una tienda para elegir un regalo de casamiento, ya es tarde y se da cuenta de que hace fresco, hay que ponerse el pulóver azul, cualquier cosa que vaya bien con el traje gris, el otoño es un ponerse y sacarse pulóveres, irse encerrando, alejando. Sin ganas silba un tango mientras se aparta de la ventana abierta, busca el pulóver en el armario y empieza a ponérselo delante del espejo. No es fácil, a lo mejor por culpa de la camisa que se adhiere a la lana del pulóver, pero le cuesta hacer pasar el brazo, poco a poco va avanzando la mano hasta que al fin asoma un dedo fuera del puño de lana azul, pero a la luz del atardecer el dedo tiene un aire como de arrugado y metido para adentro, con una uña negra terminada en punta. De un tirón se arranca la manga del pulóver y se mira la mano como si no fuese suya, pero ahora que está fuera del pulóver se ve que es su mano de siempre y él la deja caer al extremo del brazo flojo y se le ocurre que lo mejor será meter el otro brazo en la otra manga a ver si así resulta más sencillo. Parecería que no lo es porque apenas la lana del pulóver se ha pegado otra vez a la tela de la camisa, la falta de costumbre de empezar por la otra manga dificulta todavía más la operación, y aunque se ha puesto a silbar de nuevo para distraerse siente que la mano avanza apenas y que sin alguna maniobra complementaria no conseguirá hacerla llegar nunca a la salida. Mejor todo al mismo tiempo, agachar la cabeza para calzarla a la altura del cuello del pulóver a la vez que mete el brazo libre en la otra manga aderezándola y tirando simultáneamente con los dos brazos y el cuello. En la repentina penumbra azul que lo envuelve parece absurdo seguir silbando, empieza a sentir como un calor en la cara aunque parte de la cabeza ya debería estar afuera, pero la frente y toda la cara siguen cubiertas y las manos andan apenas por la mitad de las mangas. por más que tira nada sale afuera y ahora se le ocurre pensar que a lo mejor se ha equivocado en esa especie de cólera irónica con que reanudó la tarea, y que ha hecho la tontería de meter la cabeza en una de las mangas y una mano en el cuello del pulóver. Si fuese así su mano tendría que salir fácilmente pero aunque tira con todas sus fuerzas no logra hacer avanzar ninguna de las dos manos aunque en cambio parecería que la cabeza está a punto de abrirse paso porque la lana azul le aprieta ahora con una fuerza casi irritante la nariz y la boca, lo sofoca más de lo que hubiera podido imaginarse, obligándolo a respirar profundamente mientras la lana se va humedeciendo contra la boca, probablemente desteñirá y le manchará la cara de azul. Por suerte en ese mismo momento su mano derecha asoma al aire al frío de afuera, por lo menos ya hay una afuera aunque la otra siga apresada en la manga, quizá era cierto que su mano derecha estaba metida en el cuello del pulóver por eso lo que él creía el cuello le está apretando de esa manera la cara sofocándolo cada vez más, y en cambio la mano ha podido salir fácilmente. De todos modos y para estar seguro lo único que puede hacer es seguir abriéndose paso respirando a fondo y dejando escapar el aire poco a poco, aunque sea absurdo porque nada le impide respirar perfectamente salvo que el aire que traga está mezclado con pelusas de lana del cuello o de la manga del pulóver, y además hay el gusto del pulóver, ese gusto azul de la lana que le debe estar manchando la cara ahora que la humedad del aliento se mezcla cada vez más con la lana, y aunque no puede verlo porque si abre los ojos las pestañas tropiezan dolorosamente con la lana, está seguro de que el azul le va envolviendo la boca mojada, los agujeros de la nariz, le gana las mejillas, y todo eso lo va llenando de ansiedad y quisiera terminar de ponerse de una vez el pulóver sin contar que debe ser tarde y su mujer estará impacientándose en la puerta de la tienda. Se dice que lo más sensato es concentrar la atención en su mano derecha, porque esa mano por fuera del pulóver está en contacto con el aire frío de la habitación es como un anuncio de que ya falta poco y además puede ayudarlo, ir subiendo por la espalda hasta aferrar el borde inferior del pulóver con ese movimiento clásico que ayuda a ponerse cualquier pulóver tirando enérgicamente hacia abajo. Lo malo es que aunque la mano palpa la espalda buscando el borde de lana, parecería que el pulóver ha quedado completamente arrollado cerca del cuello y lo único que encuentra la mano es la camisa cada vez más arrugada y hasta salida en parte del pantalón, y de poco sirve traer la mano y querer tirar de la delantera del pulóver porque sobre el pecho no se siente más que la camisa, el pulóver debe haber pasado apenas por los hombros y estará ahí arrollado y tenso como si él tuviera los hombros demasiado anchos para ese pulóver lo que en definitiva prueba que realmente se ha equivocado y ha metido una mano en el cuello y la otra en una manga, con lo cual la distancia que va del cuello a una de las mangas es exactamente la mitad de la que va de una manga a otra, y eso explica que él tenga la cabeza un poco ladeada a la izquierda, del lado donde la mano sigue prisionera en la manga, si es la manga, y que en cambio su mano derecha que ya está afuera se mueva con toda libertad en el aire aunque no consiga hacer bajar el pulóver que sigue como arrollado en lo alto de su cuerpo. Irónicamente se le ocurre que si hubiera una silla cerca podría descansar y respirar mejor hasta ponerse del todo el pulóver, pero ha perdido la orientación después de haber girado tantas veces con esa especie de gimnasia eufórica que inicia siempre la colocación de una prenda de ropa y que tiene algo de paso de baile disimulado, que nadie puede reprochar porque responde a una finalidad utilitaria y no a culpables tendencias coreográficas. En el fondo la verdadera solución sería sacarse el pulóver puesto que no ha podido ponérselo, y comprobar la entrada correcta de cada mano en las mangas y de la cabeza en el cuello, pero la mano derecha desordenadamente sigue yendo y viniendo como si ya fuera ridículo renunciar a esa altura de las cosas, y en algún momento hasta obedece y sube a la altura de la cabeza y tira hacia arriba sin que él comprenda a tiempo que el pulóver se le ha pegado en la cara con esa gomosidad húmeda del aliento mezclado con el azul de la lana, y cuando la mano tira hacia arriba es un dolor como si le desgarraran las orejas y quisieran arrancarle las pestañas. Entonces más despacio, entonces hay que utilizar la mano metida en la manga izquierda, si es la manga y no el cuello, y para eso con la mano derecha ayudar a la mano izquierda para que pueda avanzar por la manga o retroceder y zafarse, aunque es casi imposible coordinar los movimientos de las dos manos, como si la mano izquierda fuese una rata metida en una jaula y desde afuera otra rata quisiera ayudarla a escaparse, a menos que en vez de ayudarla la esté mordiendo porque de golpe le duele la mano prisionera y a la vez la otra mano se hinca con todas sus fuerzas en eso que debe ser su mano y que le duele, le duele a tal punto que renuncia a quitarse el pulóver, prefiere intentar un último esfuerzo para sacar la cabeza fuera del cuello y la rata izquierda fuera de la jaula y lo intenta luchando con todo el cuerpo, echándose hacia adelante y hacia atrás, girando en medio de la habitación, si es que está en el medio porque ahora alcanza a pensar que la ventana ha quedado abierta y que es peligroso seguir girando a ciegas, prefiere detenerse aunque su mano derecha siga yendo y viniendo sin ocuparse del pulóver, aunque su mano izquierda le duela cada vez más como si tuviera los dedos mordidos o quemados, y sin embargo esa mano le obedece, contrayendo poco a poco los dedos lacerados alcanza a aferrar a través de la manga el borde del pulóver arrollado en el hombro, tira hacia abajo casi sin fuerza, le duele demasiado y haría falta que la mano derecha ayudara en vez de trepar o bajar inútilmente por las piernas en vez de pellizcarle el muslo como lo está haciendo, arañándolo y pellizcándolo a través de la ropa sin que pueda impedírselo porque toda su voluntad acaba en la mano izquierda, quizá ha caído de rodillas y se siente como colgado de la mano izquierda que tira una vez más del pulóver y de golpe es el frío en las cejas y en la frente, en los ojos, absurdamente no quiere abrir los ojos pero sabe que ha salido fuera, esa materia fría, esa delicia es el aire libre, y no quiere abrir los ojos y espera un segundo, dos segundos, se deja vivir en un tiempo frío y diferente, el tiempo de fuera del pulóver, está de rodillas y es hermoso estar así hasta que poco a poco agradecidamente entreabre los ojos libres de la baba azul de la lana de adentro, entreabre los ojos y ve las cinco uñas negras suspendidas apuntando a sus ojos, vibrando en el aire antes de saltar contra sus ojos, y tiene el tiempo de bajar los párpados y echarse atrás cubriéndose con la mano izquierda que es su mano, que es todo lo que le queda para que lo defienda desde dentro de la manga, para que tire hacia arriba el cuello del pulóver y la baba azul le envuelva otra vez la cara mientras se endereza para huir a otra parte, para llegar por fin a alguna parte sin mano y sin pulóver, donde solamente haya un aire fragoroso que lo envuelva y lo acompañe y lo acaricie y doce pisos.

Continuidad de los Parques, Julio Cortázar

Había empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó por negocios urgentes, volvió a abrirla cuando regresaba en tren a la finca; se dejaba interesar lentamente por la trama, por el dibujo de los personajes. Esa tarde, después de escribir una carta a su apoderado y discutir con el mayordomo una cuestión de aparcerías, volvió al libro en la tranquilidad del estudio que miraba hacia el parque de los robles. Arrellanado en su sillón favorito, de espaldas a la puerta que lo hubiera molestado como una irritante posibilidad de intrusiones, dejó que su mano izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo verde y se puso a leer los últimos capítulos. Su memoria retenía sin esfuerzo los nombres y las imágenes de los protagonistas; la ilusión novelesca lo ganó casi en seguida. Gozaba del placer casi perverso de irse desgajando línea a línea de lo que lo rodeaba, y sentir a la vez que su cabeza descansaba cómodamente en el terciopelo del alto respaldo, que los cigarrillos seguían al alcance de la mano, que más allá de los ventanales danzaba el aire del atardecer bajo los robles. Palabra a palabra, absorbido por la sórdida disyuntiva de los héroes, dejándose ir hacia las imágenes que se concertaban y adquirían color y movimiento, fue testigo del último encuentro en la cabaña del monte. Primero entraba la mujer, recelosa; ahora llegaba el amante, lastimada la cara por el chicotazo de una rama. Admirablemente restañaba ella la sangre con sus besos, pero él rechazaba las caricias, no había venido para repetir las ceremonias de una pasión secreta, protegida por un mundo de hojas secas y senderos furtivos. El puñal se entibiaba contra su pecho, y debajo latía la libertad agazapada. Un diálogo anhelante corría por las páginas como un arroyo de serpientes, y se sentía que todo estaba decidido desde siempre. Hasta esas caricias que enredaban el cuerpo del amante como queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaban abominablemente la figura de otro cuerpo que era necesario destruir. Nada había sido olvidado: coartadas, azares, posibles errores. A partir de esa hora cada instante tenía su empleo minuciosamente atribuido. El doble repaso despiadado se interrumpía apenas para que una mano acariciara una mejilla. Empezaba a anochecer.

Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la puerta de la cabaña. Ella debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta él se volvió un instante para verla correr con el pelo suelto. Corrió a su vez, parapetándose en los árboles y los setos, hasta distinguir en la bruma malva del crepúsculo la alameda que llevaba a la casa. Los perros no debían ladrar, y no ladraron. El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba. Subió los tres peldaños del porche y entró. Desde la sangre galopando en sus oídos le llegaban las palabras de la mujer: primero una sala azul, después una galería, una escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera habitación, nadie en la segunda. La puerta del salón, y entonces el puñal en la mano, la luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de terciopelo verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela.

Canto a los hijos en marcha, Andrés Eloy Blanco

Madre, si me matan,
que no venga el hombre de las sillas negras;
que no vengan todos a pasar la noche
rumiando pesares, mientras tú me lloras;
que no esté la sala con los cuatro cirios
y yo en una urna, mirando hacia arriba;
que no estén las mesas llenas de remedios,
que no esté el pañuelo cubriéndome el rostro,
que no venga el mozo con la tarjetera,
ni cuelguen las flores de los candelabros
ni estén mis hermanas llorando en la sala,
ni estés tú sentada, con tu ropa nueva.
Madre, si me matan,
que no venga el hombre de las sillas negras.

Lléname la casa de hombres y mujeres
que cuenten el último amor de su vida;
que ardan en la sala flores impetuosas,
que en dos grandes copas quemen melaleuca,
que toquen violines el sueño de Schumann;
los frascos rebosen de vino y perfumes;
que me miren todos, que se digan todos
que tengo una cara de soldado muerto.

Lléname la casa
de flores regadas, como en una selva.
Déjame en tu cuarto, cerca de tu cama;
con mis cuatro hermanas, hagamos consejo;
tenme de la mano, tenme de los labios,
como aquella noche de mi padre muerto,
y al cabo, dormidos iremos quedando,
uno con su muerte y otros con su sueño.

Madre, si me matan,
que no venga el coche para los entierros,
con sus dos caballos gordos y pesados,
como de levita, como del Gobierno.
Que si traen caballos, traigan dos potrillos
finos de cabeza, delgados de remos,
que vayan saltando con claros relinchos,
como si apostaran cuál llega primero.
Que parezca, madre,
que voy a salirme de la caja negra
y a saltar al lomo del mejor caballo
y a volverme al fuego.
Madre, si me matan,
que no venga el coche para los entierros.

Madre, si me matan,
y muero en los bosques o en mitad del llano,
pide a los soldados que te den tu muerto;
que los labradores y las labradoras
y tú y mis hermanas, derramando flores,
hasta un pueblo manso se lleven mi cuerpo;
que con unos juncos hagan angarillas,
que pongan mastranto y hojas y cayenas
y que así me lleven hasta un cementerio
con cerca de alambres y de enredaderas.
Y cuando pasen los años,
tráeme a mi pedazo, junto al padre muerto
y allí, que me pongan donde a ti te pongan,
en tu misma fosa y a tu lado izquierdo.
Madre, si me matan,
pide a los soldados que te den tu muerto.

Madre, si me matan, no me entierres todo,
de la herida abierta sácame una gota,
de la honda melena sácame una trenza;
cuando tengas frío, quémate en mi brasa.
Cuando no respires, suelta mi tormenta.
Madre, si me matan, no me entierres todo.

Madre, si me matan,
ábreme la herida, ciérrame los ojos
y tráeme un pobre hombre de algún pobre pueblo
y esa pobre mano por la que me matan,
pónmela en la herida por la que me muero.

Llora en un pañuelo que no tenga encajes;
ponme tu pañuelo
bajo la cabeza, triste todavía
por la despedida del último sueño,
bajo la cabeza como casa sola,
densa de un perfume de inquilino muerto.
Si vienen mujeres, diles, sin sollozos
—¡Si hablara, qué lindas cosas te diría!
Ábreme la herida, ciérrame los ojos...
Y una palabra: JUSTICIA
escriban sobre la tumba.

Y un domingo, con sol afuera,
venga la Madre y las Hermanas
y sonrían a la hermosa tumba
con nardos, violetas y helechos de agua
y hombres y mujeres del pueblo cercano
que digan mi nombre como de su casa
y alcen a los cielos canto de victoria,
Madre, si me matan.

Algunos datos sobre Alberto Arvelo Torrealba

e conoce que Arvelo Torrealba nació en Barinas, el 3 de septiembre de 1905, hijo de Pompeyo Arvelo y Atilia Torrealba de Arvelo. De familia de poetas, su madre Atilia, fue una importante poetisa de Barinas y sus tíos paternos Alfredo Arvelo Larriva y Enriqueta Arvelo son ampliamente conocidos en el mundo de la poesía y las letras venezolanas.

Este barinés, cuya vida y obra merecen el respeto y la gratitud de las generaciones, tuvo cinco hermanos: Pompeyo, Rafael Ángel, Aura Atila, Marco Antonio y María Lorenza Arvelo Torrealba, contrajo nupcias con Rosa Dolores Ramos Calles y de esa unión nacieron Alberto y Mariela Arvelo Ramos.

También fue abogado, educador y ensayista. Estudió primaria en su Barinas natal y secundaria en Caracas, graduándose de bachiller en 1927. En la Universidad Central de Venezuela obtuvo el grado de doctor en Ciencias Políticas (1935). Ejerció la docencia en varios liceos de Caracas y Barquisimeto y desempeñó altos cargos públicos, entre ellos: presidente del Consejo Técnico de Educación en 1940, presidente (en la actualidad gobernador) del estado Barinas entre 1941 y 1944.

Fue consejero de la Embajada de Francia, embajador extraordinario de Venezuela en Bolivia (1952), embajador en Italia, ministro de Agricultura y Cría (1953) y desde 1955 se dedicó al ejercicio de su profesión de abogado y en 1968 fue elegido Individuo de Número de la Academia Nacional de la Lengua. Durante el bienio 1964 -1965 se le otorgó el Premio Nacional de Literatura. Falleció en la madrugada del 28 de marzo de 1971 en Caracas, tras largos años de malestares, se le amputó una pierna. Sin embargo, conservó el sentido del humor, razón por la cual escribió una improvisada cuarteta a raíz de su operación quirúrgica:

La pata metió la pata
y tantas vainas echó,
que por torpe y por ingrata
bisturí se la sopló.

Entre las numerosas obras de Arvelo Torrealba, se pueden citar: Música de cuatro, (1928); Cantas, en esta obra incluyó El Canoero del Caipe, (1932); Glosas al cancionero, (1940); Caminos que andan, (1952); Florentino y el Diablo, (1957); Lazo Martí, Vigencia en lejanía, (1957) y Obra poética (1967).


Museo Albero Arvelo Torrealba

El museo de Barinas que se honra de llevar el nombre de Alberto Arvelo Torrealba; es una institución cultural creada por el Estado venezolano, con el propósito de difundir, estudiar, investigar, fomentar, preservar, colectar y organizar todos los elementos que constituyen el acervo histórico, documental y ambiental del estado Barinas, para la formación socio-cultural de la región.

El 3 de septiembre de 1979, por decreto presidencial número 259, publicado en la Gaceta Oficial 31.813, de fecha 4 de septiembre de 1979 se crea el Museo Alberto Arvelo Torrealba. El 31 de mayo de 1981, abre sus puertas al público, el espacio museístico arveliano; inaugurado durante el gobierno del entonces presidente de la República, Luis Herrera Campins.

La casa que ocupa el espacio del museo, perteneció a varios dueños, los primeros en residirla, fue la familia Pulido, y data de finales de 1700. El museo consta de ocho salas expositivas, cuatro de ellas, con muestra permanente de la vida y obra de Alberto Arvelo Torrealba y de su familia y el resto con exposiciones itinerantes de artistas nacionales e internacionales.

Actualmente, y desde abril de 2002, el museo está dirigido por José Alberto Pérez Larrarte y otras personalidades del acontecer cultural barinés. Informó que el próximo año, el museo Alberto Arvelo Torrealba, arribará a sus primeros 30 años, razón por la cual están preparando un libro de todos los trabajos de ese espacio cultural, sus salas, exposiciones, y sobre todo de la vida y hazaña del poeta del llano venezolano.

Florentino y el Diablo: su obra maestra

Con Alberto Arvelo Torrealba el llano adquirió su dimensión mítica. El poema Florentino y el Diablo, que apela a esa fórmula llanera del contrapunteo, le proporcionó a la llanura venezolana, un elemento universal, presente en muchas culturas, como es el encuentro con satanás.

El Canoero del Caipe, de Alberto Arvelo Torrealba

Al canoero del Caipe, que era un catire apureño
Le quitó el amor de golpe, quien lo quiso tanto tiempo.
La que le arrulló el mutismo, y fue aljibe en su desierto.
Tan cerquita ayer Maruja, y hoy tu cariño tan lejos.

La que a los rotos de su alma, zurció una gasa de afecto,
Y a su pantalón raído, el alivio del remiendo.
La que a veces lo llamaba, para anunciar los viajeros
Poniendo a ulular suspiros, entre las curvas del cuerno.

La que al regreso con lluvia, calentó en cuido hogareño
La vida a sopa y cariño, el traje a plancha y brasero.
La que Venus alumbró, en noches de atarrayeo,
Raspando la rubia escama, del lomo de los chechecos.

Y cuando de monte a monte, iba el Caipe turbulento,
Le enrumbaba la canoa, hacia el desembarcadero.
El canoero está solo, hundido en su sentimiento,
Orilla del pozo mustio,sin atarraya ni anzuelo.

El cañaveral tremola, como regando un secreto:
“Maruja jugó el cariño”, dice el capacho del viento.
El canoero se clava, la ponzoña del recuerdo
Maruja, Maruja, “¡uja!”, se mofa lejano el eco.

Ninguno que mire al Caipe, diría que está creciendo:
Son afluentes del río, los ojos del canoero.
La pena se volvió loca, cautiva entre su cerebro;
Con un machete en la noche, vase camino del pueblo.

Su bulto corta la sombra, como un filo de silencio:
Junio soltó las garúas y anda apagando luceros.
Después desanda el camino, como quien suma a lo inverso,
Y llama al compadre Braulio, tocándole en el tranquero.

-Acompáñeme compadre, al paso de Peñón Negro,
Para que cuente mañana, que rumbo cogen los muertos.
El viejo Braulio se asoma, arrebujado en el sueño
Y mira en la empalizada, el bulto del canoero.

-¿De dónde viene, compadre?
-Compadre, vengo del pueblo.
Y a la respuesta se pone, imaginativo el viejo.

Hay un diálogo sombrío, en la pata del urero.
Suspiran en las lejuras, voces del Caipe y del viento.
Después se alejan callados, unas varas de por medio:
Con los talones desnudos, van espinando el silencio.

Viene adelante el catire, baja al desembarcadero
Y hunde un bulto en la canoa, como sangrando el recuerdo.
La palanca de araguato, afíncasela en el pecho,
Y un golpe de agua salpica y ondula en la orilla trémulo.

El viejo Braulio está solo, en el pié del Peñón Negro,
Cuando sacude las sombras, el grito del canoero:
-Para Apure voy compadre y a Maruja me la llevo:
Usté contará mañana que rumbo cogen los muertos.

Que en las aguas del Apure, dí el palancazo primero,
Y por eso en ese río, quiero sepultar mis sueños.
Muchos la han visto pasar: canoa sin canoero,
Solita en mitad del río, con la zamurada adentro.

martes, 6 de abril de 2010

20 Poemas de amor y una canción desesperada, Poema N° 1

20 Poemas de amor y una canción desesperada, Poema N° 1

Una canción desesperada, Pablo Neruda

Hagan clic en el enlace para apreciar el video del poema Una canción desesperada, Pablo Neruda

Matriz



REPÚBLICA  BOLIVARIANA DE  VENEZUELA
UNIVERSIDAD  PEDAGÓGICA  EXPERIMENTAL  LIBERTADOR
INSTITUTO PEDAGÓGICO  DE MIRANDA
“JOSÉ   MANUEL SISO MARTÍNEZ”
DEPARTAMENTO DE EXPRESIÓN Y DESARROLLO HUMANO
LITERATURA HISPANOAMERICANA


MATRIZ
Tema
Novela
Cuento
Poesía
Teatro
Amor






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Muerte







Patria







Soledad






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JFV

Modelo de Matriz

Les presento un modelo de matriz, ella deberán escribir cómo en cada uno de los géneros (novela, cuento, poesía, teatro) se pueden evidenciar los temas recurrentes en la Literatura Hispanoamericana.
Piensen, investiguen para ello el por qué se dice que son estos los temas que más se ven reflejados en las producciones literarias que se incluyen dentro de lo que se conoce como Literatura Hispanoamericana.

domingo, 4 de abril de 2010

El Cóndor, poema de Pablo Neruda

EL CÓNDOR

Yo soy el cóndor, vuelo
sobre ti que caminas
y de pronto en un ruedo
de viento, pluma, garras,
te asalto y te levanto
en un ciclón silbante
de huracanado frío.

Y a mi torre de nieve,
a mi guarida negra
te llevo y sola vives,
y te llenas de plumas
y vuelas sobre el mundo,
inmóvil, en la altura.

Hembra cóndor, saltemos
sobre esta presa roja,
desgarremos la vida
que pasa palpitando
y levantemos juntos
nuestro vuelo salvaje.

Versos del Capitán

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